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DON AGUST�N EN SU DESPACHO
Horacio Caillet-Bois (94)
La raz�n por la que estoy ante ustedes con el prop�sito de recordar al Dr. Agust�n Zapata Gollan es el hecho de haber compartido sus d�as en el Museo Etnogr�fico durante un cuarto de siglo en mi calidad de Secretario del organismo y tambi�n de hijo de su entra�able amigo Horacio Caillet-Bois. Ese cuarto de siglo fue el �ltimo de la vida de Agust�n Zapata Gollan, es decir que yo lo acompa�� en esos a�os en que, despu�s de haber trepado la cuesta, miramos las cosas desde arriba. Y �l, D. Agust�n, alcanzaba su cumbre en la vida y en el saber. El museo era su hogar. Le hab�a dedicado gran parte de su vida y no era posible concebirlo sin Zapata Gollan ni a �ste �ltimo fuera de su casa. Que por cierto hab�a organizado a su semejanza exhibiendo virtudes y defectos que le eran propios, como por ejemplo un gran trabajo de fundamentaci�n en contraste con un sustento administrativo desali�ado, o la proyecci�n continental de las ruinas de Cayast� y de su trabajo arqueol�gico sobre un soporte financiero invariablemente an�mico. D. Agust�n, en efecto, era incapaz de mantener las cosas en orden pero al mismo tiempo dispon�a de un dominio absoluto sobre ellas con naturalidad, sin esfuerzo. Y las carencias materiales, que a veces nos llevaban al borde de la inanici�n, no lo inquietaban mayormente. De todos modos hab�a realizado su obra de Santa Fe la Vieja y continuaba su trabajo de investigador. Realizaba ese trabajo en su despacho del museo tras una mesa cubierta de libros y papeles amontonados en un aparente desorden que no era tal: era simplemente su manera de tener las cosas bajo control. Los papeles y libros se acumulaban tambi�n en un peque�o despacho de la planta alta, que le serv�a de refugio cuando no quer�a ser interrumpido y cuyo acceso nos estaba vedado. Libros, papeles, apuntes, borradores, se mezclaban sin que su due�o les perdiera la pista a ninguno de ellos. Y all� estaba D. Agust�n en medio de ese bullente y magn�fico mar de trabajo intelectual, sentado tranquilamente ante un grueso volumen de expedientes judiciales del siglo XVII buceando absorto, durante horas, en la magia de su enredada caligraf�a. La jornada oficinescaPor la ma�ana llegaba don Agust�n al museo cruzando la explanada que lo separaba del edificio de los jesuitas con su paso cortito, las manos entrelazadas a la espalda, los ojos puestos en el suelo y la cabeza en notorias cavilaciones. Su llegada produc�a en los empleados una rara mezcla de inquietud y satisfacci�n. Era el jefe, pero por encima de eso estoy seguro de que todos apreciaban el privilegio de estar con �l. Por cierto que D. Agust�n era todo lo contrario del estudioso adusto y distante. No hab�a d�a en que no nos divirtiera con las bromas que gustaba gastar a alguno de sus subordinados y con las ocurrencias de su esp�ritu zumb�n y humor�stico. Yo particularmente disfrutaba de esa vena inagotable de D. Agust�n. Parado frente a �l, mesa del despacho por medio, le escuchaba desgranar recuerdos del viejo Santa Fe, hechos, an�cdotas, y reflexiones filos�ficas llenas de ingenio y humor. Eran los buenos momentos para m�, y era aqu�l un Zapata Gollan s�lo conocido por compart�amos sus horas, no muchos, seguramente. Porque ese esp�ritu jocoso, humor�stico, lleno de giros inesperados que expon�an el lado c�mico de las cosas, a�n las mas serias, que derrochaba en su conversaci�n no pod�an trasuntarlo sus escritos. Es esa parte personal y cotidiana de los ingenios privilegiados que se va irremediablemente con ellos y deja s�lo algunos ecos en los recuerdos de quienes le conocieron de cerca. Por la ma�anaLa ma�ana en el Museo era el tramo que correspond�a a la labor oficinesca y a tr�mites palaciegos ante el gobierno, que don Agust�n realizaba con exclusividad y haciendo gala de absoluta maestr�a. Su car�cter y su talento derribaban las formalidades y conquistaban invariablemente a los funcionarios de alto nivel, porque D. Agust�n no paraba en estaciones intermedias: iba directamente al Ministro o al gobernador, en cuyos despachos siempre lo recib�an complacidos y era una visita casi cotidiana. As� consigui� que le construyeran dos museos, el Etnogr�fico y el de Cayast�, y exhum� y conserv� las ruinas de Santa Fe la Vieja. Y hubiera conseguido mucho m�s, estoy seguro, si hubiera aprovechado mejor las oportunidades que �l mismo hac�a surgir. Mientras tanto en el Museo las empleadas desesperaban tratando de encontrar en el archivo una nota que hab�a sido contestada pero cuya copia no aparec�a por ning�n lado. La escena se repet�a diariamente cada vez que se hac�a preciso acudir a esa verdadera pesadilla que era el archivo de correspondencia. No hab�a entonces computadora, y el m�todo para archivar constitu�a un problema que nos superaba de manera total y definitiva. La empleadas segu�an las �rdenes de D. Agust�n y cambiaban alfabeto por fechas, fechas por asuntos y asunto otra vez por alfabeto, en un intento permanente e infructuoso por sistematizar la cosa. Resultado: buscar una nota se convert�a en un Via Crucis y a veces s�lo la memoria infalible del director encaminaba el intento. Ese contraste entre grandes obras culturales y tembloroso desorden intestino reflejaba aspectos tambi�n contrastantes de la personalidad de su autor: el investigador, arque�logo, escritor enjundioso por un lado, y por otro lado D. Agust�n en su despacho. Por la tardePor la tarde el museo era un refugio apacible, aunque algo perturbado en cierto lapso por la visita de contingentes escolares bulliciosos. Luego las puertas se cerraban y s�lo volv�an a abrirse para dar paso a algunos amigos fieles que concurr�an a compartir memorables tertulias vespertinas. D. Agust�n los esperaba, �vido por conocer de ellos, todos gente muy bien informada, las �ltimas novedades en materia de pol�tica que siempre le interesaron vivamente. Hacia Cayast�Los s�bados por la ma�ana, indefectiblemente, se embarcaba hacia Cayast� en un desvencijado veh�culo que de no muy buena gana le proporcionaba la repartici�n correspondiente. All�, en las ruinas de Santa Fe la Vieja, pasaba D. Agust�n los fines de semana. Hab�a all� una casa antigua y modesta de la que s�lo ocupaba el dormitorio, amoblado como una celda monacal, con un asc�tico camastro, una mesa y algunas toscas bibliotecas todo, desde luego, plet�rico de libros y papeles. Hab�a rehusado desde el principio las comodidades modernas. No ten�a luz el�ctrica, ni gas, ni cocina, ni heladera ni nada que recordara el siglo XX. S�lo una vieja m�quina de escribir, casi contempor�nea de los fundadores. El otro recinto que ocupaba era la cocina, separada de la casa por un patio de tierra. Se trataba de una precaria construcci�n con techumbre de paja, una mesa de tablones, un toc�n de �rbol para sentarse y un fog�n para cocinar con le�a. Tal como una casa del siglo XVII, donde yo creo que D. Agust�n era verdaderamente feliz. Debo recordar aqu� a Manuel Alc�ntara, Manolo, quien por muchos a�os acompa�� y asisti� a D. Agust�n en sus viajes a Cayast�. Manolo me honr� con su amistad y yo quiero tributarle ahora mi admirativo y afectuoso recuerdo. era un hombre sencillo, de talento y sabidur�a naturales, de mente despierta, ingeniosa y observadora, de alma noble y coraz�n esforzado y generoso. Su vida y su persona fueron siempre un ejemplo. Los viajes a Cayast� eran un viaje al siglo XVII, y aunque a Manolo no le resultaba ese siglo tan atractivo como a D. Agust�n estaba sin duda bien equipado para sobrellevarlo. Hecho a la vida natural, gran pescador, se acomodaba a las estrecheces que eran la insignia del due�o de casa. Los veo en alg�n anochecer de invierno dentro de la cocina donde el fuego arde en el fog�n. Manolo ha pescado durante el d�a en el r�o que bordea las ruinas, y ahora el producto de la pesca se est� asando sobre la parrilla o est� hirviendo en la olla del guiso chup�n. D. Agust�n permanece sentado en su sill�n de �rbol mientras Manolo vigila el hornillo. Ambos conversan lac�nicamente sobre "las postrimer�as", que dec�a D. Agust�n, o desgranan humoradas filos�ficas. Son dos sabios iluminados por el reverbero tr�mulo de los tizones. RegresoEl lunes, regreso a Santa Fe y a la mezcla de solicitaciones y actividades ma�aneras. A la tarde, en cambio, D. Agust�n sol�a verla caer sentado en una silla baja en el vano del port�n trasero del museo, mirando hacia el retazo de lago que se ve�a tras la barranca y el verde de los �rboles circundantes. Yo a veces, llegaba hasta all� y me deten�a sin decir palabra detr�s de D. Agust�n. Me parec�a ver que en aquella absorta contemplaci�n de la naturaleza descansaba apaciblemente de todas las luchas, fatigas y dolores de la vida. Notas:(94) Horacio Caillet-Bois (h). Egresado del Colegio de la Inmaculada Concepci�n. Fue Secretario del Dr. Agust�n Zapata Gollan en el Departamento de Estudios Etnogr�ficos y Coloniales y Miembro Fundador del Centro de Estudios Hispanoamericanos.
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