Cuenta la leyenda
que, hace unos 4000 años, un pastor griego, cerca de la ciudad
de Magnesia, se vio sorprendido al notar que una roca del costado del
camino atraía mágicamente la punta metálica de su
bastón. Esta piedra, famosa por su propiedad de atraer ciertos
materiales, se denominó magnetita, la que vulgarmente llamamos
“imán”.
De una aguja a
la brújula
Si, además, el imán se acercaba a algún objeto con
una forma particular, como por ejemplo una aguja, ésta no sólo
era atraída por el imán sino que también adquiría
las mismas propiedades, es decir, se magnetizaba. Más sorprendente
aún era que si una aguja magnetizada se suspendía de un
hilo, ésta apuntaba misteriosamente hacia el norte geográfico.
Así fue como los chinos, alrededor del año 1000, dieron
nacimiento a la brújula. Aunque no se conocía su origen,
estaba claro que, como en todo fenómeno de atracción, siempre
son necesarias al menos dos partes.
La idea de un imán
gigantesco en el centro de la Tierra
Recién a finales del 1500, William Gilbert (1544-1603) -médico
y físico inglés- realizó un experimento crucial:
talló una roca de magnetita hasta llevarla a la forma de una esfera
y, al observar su efecto sobre una brújula, postuló que
en el centro de la Tierra debía existir un imán gigante.
Gilbert, autor del primer libro importante publicado en Inglaterra sobre
Física, era contemporáneo de Galileo Galilei y quería
explicar el movimiento de los planetas por medio de fuerzas magnéticas.
En el siglo siguiente, sin embargo, Isaac Newton enunció su famosa
ley de la gravitación universal, demostrando que la atracción
entre los planetas era, en realidad, debida a sus masas.
De todos modos, confirmar la idea de Gilbert sobre la presencia de un
imán gigante en el centro de la Tierra era muy difícil,
y recién con el desarrollo de la geología fue posible investigar
su interior. Hoy podemos decir que nuestro planeta, con un diámetro
de 13.000 km, contiene un núcleo interior de unos 7000 km de diámetro,
compuesto mayormente de hierro y níquel. El interior del núcleo
es sólido y está rodeado por una capa externa líquida
que se encuentra en continuo movimiento.
El efecto “Dínamo”
y el campo magnético
Si bien la idea de Gilbert sobre un imán gigante en el centro de
la Tierra no era correcta, el movimiento de la capa líquida de
su núcleo genera un efecto similar al del imán. Este fenómeno
se denominó “efecto Dínamo”, y todavía es intensamente
investigado. Por un lado, hay un movimiento de rotación, alrededor
del núcleo, del material conductor de la capa líquida (hierro
líquido), y por otro lado, el calor producido por el decaimiento
radiactivo en el núcleo induce un movimiento convectivo en la capa
líquida (similar a la circulación del aire que produce una
estufa). El acoplamiento de estos dos movimientos genera el campo magnético
de la Tierra, y algo similar ocurriría con Saturno y Júpiter.
Como el origen de nuestro campo magnético se debe al movimiento
de esta capa líquida, bastante difícil de predecir, los
geólogos estuvieron siempre muy interesados en investigar la evolución
del campo magnético de la Tierra. En 1965 se hizo un mapa de la
magnetización del fondo del Océano Atlántico, encontrándose
un patrón con una simetría bastante particular: una sucesión
de líneas separadas a distancias iguales y magnetizada en direcciones
opuestas a lo largo del Atlántico. En completo acuerdo con la teoría
de las placas tectónicas -o de la deriva de los continentes-, a
medida que la lava salía del interior de la Tierra no sólo
iba empujando los continentes al ritmo de 3 cm por año sino que
también se iba grabando en ella la dirección del campo magnético
terrestre. Es decir, el fondo del océano funcionó como una
gran cinta magnética en donde se grabó la historia de nuestro
campo magnético. Allí, las líneas magnetizadas se
formaron porque los átomos de hierro y níquel que conforman
la lava son magnéticos, y en el estado líquido se comportaron
como brújulas microscópicas que, al enfriarse, quedaron
apuntando en la dirección del campo magnético. Además,
de la separación entre las líneas magnetizadas en direcciones
opuestas, se pudo estimar que la dirección del campo magnético
terrestre se invierte cada 500.000 años, aproximadamente.
Y bien, podríamos seguir hablando también de cómo
el campo magnético terrestre afecta las migraciones de las aves,
o de cómo nos protege de los vientos solares, pero lo dejaremos
para una próxima ocasión.
Fuente: “Divulgón
- Selección de contenidos científicos”, Nro. 8, Año
II, 2004. Publicación electrónica rosarina coordinada por
investigadores de las siguientes unidades académicas de la Universidad
Nacional de Rosario: Instituto
de Física Rosario, Facultad
de Ciencias Exactas, Ingeniería y Agrimensura, Instituto de
Biología Molecular y Celular de Rosario y Facultad
de Ciencias Bioquímicas y Farmacéuticas. En Internet:
www.divulgon.com.ar
Seleccionó y adaptó: Lic. Enrique A. Rabe (ACS/Ceride).
© DIVULGÓN
– CERIDE
|