RUMORES, RELACIONES Y PODER: UNA DONACION CONFLICTIVA A MEDIADOS DEL SIGLO XVIII

Marta Melean

Jorge Troisi Melean

 

A mediados de 1743, la institución con mayor capacidad relacional de la colonia y por ello quizás la más poderosa, la Compañía de Jesús, recibía una donación en Catamarca, conflictiva desde su propia entrega, que provocaría una disputa entre partes prolongada a lo largo de varias décadas. En este trabajo daremos cuenta de ese conflicto.

El incidente colocaba a la Compañía en una peligrosa encrucijada. Sus dos atributos principales, prestigio y patrimonio, se ponían en juego. En su defensa, los jesuitas catamarqueños apelarían a todos sus recursos disponibles pero, en especial, a la movilización de su red de relaciones personales.

En su contra, un enemigo oscuro, escurridizo, pero con fuerza suficiente, ya en el siglo XVIII, como para hacer tambalear a cualquiera: el rumor. En una pequeña comunidad de elevada densidad, que compartía normas y valores homogéneos, donde la comunicación fluía velozmente, el rumor se transformaba en opinión pública y amenazaba directamente a los principales atributos de la Compañía.

 

LA DONACION

En 1731, bajo el enunciado de la falta de hijos, el matrimonio del maestre de campo don Francisco de Agüero y Rosa de Segura donaron su hacienda Alpatauca, "para la fundación en la ciudad del colegio y residencia" jesuita. En aquella finca, en las afueras de la humilde y recientemente fundada Catamarca, los Agüero esperarían su muerte, tras lo cual se produciría la entrega.

Catamarca era apenas una aldea de 1.006 españoles y criollos, franja a la que los colegios jesuitas dedicaban su mayor esfuerzo. Vislumbraba algún desarrollo a partir del cultivo de trigo, vid y algodón, y de un incipiente comercio de ganado en pie hacia Salta. Sin embargo, las escasas e irregulares precipitaciones producían un notable déficit de agua que debía ser compensado con uso de riego.

Los jesuitas contaban con pautas generales de comportamiento económico que impedían el funcionamiento de cualquier establecimiento que no dispusiera de los bienes adscritos que permitieran su autofinanciamiento. Sólo cuando se comprobó que Alpatauca podía convertirse en un medio seguro y regular de sustento se decidió el asentamiento. La hacienda tenía una producción diversificada, pero, sobre todo, contaba con agua y con una construcción para aprovecharla. Era, sin duda, la llave para ingresar a Catamarca.

La donación inauguraría una historia de varias décadas de alianza entre un grupo social que comenzaba a diferenciarse del resto y una institución de carácter internacional. Por más de ciento cincuenta años, los jesuitas habían estado educando a las elites de toda Hispanoamérica. En tanto Catamarca se jerarquizaba, el extendido prestigio de la Compañía, significaba un considerable beneficio para los jesuitas catamarqueños. El dominio de un saber les proveía una posición inmejorable para controlar redes de vínculos personales. El principal activo de los jesuitas al llegar a Catamarca era la reputación de su orden. A partir de la misma construirían prácticamente toda su empresa.

En 1732, don Francisco enviudaba para pasar, al poco tiempo, a segundas nupcias con doña Isabel Gómez. Su nueva mujer no le daría influencia, pero sí le daría hijos. La muerte lo sorprendería en 1743 con una niña de dos años y otra en camino. Aunque pudo haberlo hecho, nunca revocó su donación.

La Compañía de Jesús se hace presente rápidamente en Catamarca para hacer valer sus derechos sobre Alpatauca. Inmediatamente, todos sus recursos son puestos en práctica para obtener el objetivo.

Aún cuando su monto superaba con creces el quinto de los bienes del difunto Agüero, o lo que de su patrimonio podía utilizarse libremente, nadie objetó la donación. Aquello que correspondía forzosamente a los herederos por legítima era dejado de lado.

La utilización flexible del derecho sucesorio respondía en general a intereses y objetivos redefinidos en el interior de situaciones concretas. El poder de los jesuitas modificó los comportamientos del Defensor y de Brizuela. Ambos se paralizaron por el capital relacional que pensaron podían tener los jesuitas. El Defensor evaluó la ventaja de poder ser acreedor de la Compañía, esperando ser recompensado en algún otro momento, con algún cargo por ejemplo. La madre procuraba evitar represalias practicadas desde ese mismo lugar de mediación, como bien podía ser, padecer persecuciones.

El 27 de agosto de 1743, en una ejecución excepcionalmente rápida de la sentencia, el alcalde ordinario y justicia mayor de Catamarca, don Miguel de Andrada y Tejeda declaraba como legítimos herederos a los Padres. Andrada no tuvo más que rubricar un acuerdo tácito, del que probablemente también obtuviera un beneficio. La herencia era resultado de una sucesión de transacciones y relaciones de fuerza y no la traducción o aplicación de unas reglas de derecho.

 

LAS RELACIONES

La Compañía consolidaría su posición en Catamarca tras la resolución del juez. A partir de un poder relacional gratis, fruto de su prestigio, consolidarían un enorme patrimonio en solo 24 años. Pero ese prestigio era un frágil tesoro que debía ser permanentemente resguardado.

Los jesuitas utilizaban varios medios para mantener su expansión: a expensas de las comunidades indígenas, por compras o por donaciones. Como en Catamarca no había comunidades a quien desposeer, ni la residencia contaba con suficientes recursos, ni la Compañía proveía de crédito como para comprar, toda expansión estaba limitada a las donaciones.

Los jesuitas cumplían múltiples roles espirituales y materiales. Esa característica de multiplicidad los convertía en agentes mediadores de recursos de primer orden, un saber especializado que se manifestaba en su capacidad de contactarse con la cultura europea y con dios; y el ya mencionado prestigio, o la potencialidad para reclutar recursos de segundo orden.

Su rol de mediadores les brindaba un crédito inconmensurable para reclamar reciprocidad a su favor. Todo lo traducirían en tierras Su tarifa para comunicarse con Dios era la donación.

Los jesuitas eran especialistas en redes. Cultivaban relaciones con personas para sacar provecho. Por ello, la Compañía tenía un estricto control de todo vínculo con el exterior. Sólo mantenían visible lo que era intencionalmente visible: "El secreto es la norma, sólo resultan visibles los gestos intencionales que han sido liberados al público; por lo tanto, la mirada del público debe estar tanto más afinada cuanto que no puede tener acceso al conjunto".

El prestigio de una institución internacional debía ser mantenido a toda costa. Pero para ello, debía exigir de sus miembros una cualidad a prueba de cualquier contingencia: la obediencia.

La pertenencia a la compañía le ofrecía al individuo una amplia red de relaciones al precio de desaparecer como tal, para convertirlo en parte funcional de un cuerpo. Entonces, concertaban alianzas. El general Luis José Díaz, probablemente el colono catamarqueño más acaudalado del siglo XVIII, fue el principal benefactor de la orden en Catamarca. El mismo calculó que en total le había cedido a la Compañía 50.000 pesos, el equivalente a la tasación de todas sus fincas en el momento de la expulsión. A cambio, la Compañía le ofrecía a Díaz beneficiosas relaciones comerciales, además de prestigio social y simbólico. La red de poder ya estaba consolidada.

La relación entre Díaz y los jesuitas era múltiple y muy trenzada. Cada una de las relaciones reforzaba a la otra, lo que permitía una mayor capacidad de accesibilidad y respuesta a presiones. Entre ambas partes conformarían una coalición, una alianza temporaria con vistas a obtener un objetivo: comercial, espiritual y también judicial.

 

EL CONFLICTO

En 1751, Juan Ricardo de Sosa, sobrino nieto de Francisco de Agüero, recibe el cargo de tutor de las menores. El conflicto adquiriría dimensiones mucho mayores. Sosa también era sobrino, por la rama de su esposa, de Juan de Adaro y Arrezola, hermano de su madre, Catalina Adaro y Arrezola, y cura de Catamarca en tres oportunidades.

Fue el propio Adaro quien indujo a Sosa a presionar a Brizuela para obtener la tutoría. Entre los tres conformaron una facción, o "coalición de personas reclutadas personalmente de acuerdo a diversos principios estructurales por o a favor de una persona en conflicto con otra persona o personas sobre honor y control de recursos". El cura los reclutó utilizando el parentesco y la vecindad. Era el foco central y líder de la facción.

Alpatauca se convertiría en la intersección de tres conflictos: 1) por el monopolio de los bienes de salvación entre iglesia secular y Compañía; 2) por las tierras mismas -tanto Adaro como Sosa querían consolidar su posición territorial en Alpatauca, de donde eran vecinos y 3) quizás, el más importante, la disputa entre poder local y poder central, encarnado en la figura del general Díaz. Alpatauca no sólo era el instrumento para fastidiar a los jesuitas, también lo era para fastidiar a Díaz. Dos poderosas coaliciones se enfrentaban y competían por los mismos premios: ideológicos, como el acceso a la verdad, económicos, territoriales y de poder. La rivalidad mantenía personas enroladas en una competencia hostil por honor y recursos.

 

VOX POPULI, VOX DEI

La facción a la que se enfrentaban los jesuitas tenía en Adaro un líder con poder de mediador. Era un puente entre la comunidad y Dios. Como mediador, su poder dependía del grado en que monopolizara ese flujo de información, y en ese ámbito, como vimos, su competencia eran sobre todo, los jesuitas. Por la práctica de la confesión, nada de lo que pasara en Catamarca le era ajeno. Tenía, además, un canal de transmisión invalorable: el púlpito.

Adaro tenía desde el púlpito la posibilidad de manejar personas e información. Como Catamarca era apenas algo más que una aldea, su capacidad relacional, no provenía tanto de su centralidad como de su status. La iglesia funcionaba como un espacio social protegido donde cada semana toda una comunidad se disponía a escucharlo. El púlpito era tal vez el mejor canal de comunicación de la colonia. No tenía interferencias. Los jesuitas se enfrentaban a un rival poderoso.

No bien su sobrino se hizo cargo de las menores, Adaro comenzó desde allí su ataque. El rumor sería la mejor arma para dañar la reputación de los jesuitas.

El rumor es una red de transmisión de información sin estratificación interna. No podía ser controlada ni manipulada por los jesuitas porque carece de relaciones de poder una vez que es difundida. Es caótica y por lo tanto incontrolable.

Pero era, además, el principal enemigo del prestigio que los jesuitas habían sabido ganar en América, Asia y Europa y que había sido con el único recurso con que llegaron a Catamarca. Los jesuitas catamarqueños podían sufrir fuertes sanciones informales como socavar su reputación.

En una pequeña comunidad de elevada densidad, que compartía normas y valores homogéneos, donde la comunicación fluía velozmente, el rumor se convertía rápidamente en opinión pública.

Los jesuitas fueron tildados de "ladrones e injustos, que a los pobres quitan su pobreza." Adaro hizo que los contradictorios sentimientos de la población para con los jesuitas, temor, admiración y desconfianza hicieran eclosión.

El cura ponía a los jesuitas ante una encrucijada: la reputación o el patrimonio, que no era ni más ni menos, que el primer atributo objetivado. Adaro sabía donde dar el golpe.

La Compañía, por supuesto, tomó el guante. Debían dejar bien establecido que no permitirían que nadie se aprovechara de ellos. Hacia febrero de 1752, el propio superior de la residencia, el padre Joseph Hidalgo presentó escrito ante el juez vicario eclesiástico de Catamarca, pidiendo se notificase a los interesados que usasen su derecho en orden a la donación. Le había llegado "noticia de rumor y voz incierta y poco honorífica a su religión insinuándose de poseer mal y con mala fe Alpatauca." El Superior sabía que cualquier decisión que tomara debía buscar el equilibrio entre expansión territorial y prestigio. Hidalgo aplicaba la moderna teoría de los juegos. El valor futuro de mantenerse en armonía con el pueblo catamarqueño podía superar las ganancias presentes que podía generar una hacienda.

Aunque las unidades en conflicto eran funcionalmente similares en el sentido que competían por los mismos premios, eran desiguales en términos de organización y tamaño, tenían acceso a diferentes recursos, y empleaban estrategias diferentes. Si Adaro podía manejar desde el púlpito el rumor, los jesuitas lo podían controlar en los tribunales. La reapertura de la causa es indicativa del interés por cualquier cosa que manche su reputación, pero a la vez, del convencimiento del éxito.

Inmediatamente se comprueba su aserto. Seis de los siete notificados, descendientes de Agüero, no tienen nada que reclamar contra la Compañía. El último, don Ricardo de Sosa, "no tiene ningún reclamo pero sí sus pupilas". Los ignacianos habían logrado su objetivo: la disputa se encaminaba por la vía judicial. El conflicto regresaba al terreno de lo posible.

Los jesuitas tenían un conocimiento acabado sobre derecho eclesiástico y civil que les permitía conseguir resoluciones favorables en los tribunales en una época donde no existía un corpus claro de leyes. Justamente esa falencia brindaba un margen lo suficientemente amplio para que los recursos relacionales que la Compañía había sabido conseguir, tuvieran influencia. La justicia a diferencia de la opinión pública, era manipulable. En el plano judicial eran casi invencibles.

La disputa continuaba en dos niveles: el judicial y la opinión pública. En el primero, los jesuitas seguían demostrando su capacidad de movilización de recursos relacionales.

En 1752, los Segura cedieron a los jesuitas sus posibles derechos sobre Alpatauca. Ese mismo año, cuando se interrogó a los vecinos acerca de "si los Padres poseen alguna hacienda con violencia o injusticia", nadie insinuó siquiera lo contrario." El reconocimiento público de honor y dignidad que implica ser jesuita reforzaba la capacidad de movilizar tejidos de vínculos primarios. Todos los testigos declaraban en su favor.

La facción de Adaro, en tanto, reunía varias firmas en blanco que no podían ser trasladadas al ámbito judicial. Posiblemente, hasta los mismos testigos de los jesuitas hayan sido quienes firmaron. El pueblo tenía una potencialidad que podía manifestarse en el nivel de rumor, pero no más allá. Sin embargo, aunque no implicaba ningún compromiso, no debemos menospreciar su valor porque fue lo que llevó a los jesuitas a reabrir la causa.

Los mismos actores tenían comportamientos diferentes según el escenario. Cada uno de ellos tiene un contexto normativo diferente que hace que los actores cumplan diferentes roles.

En el fondo subyacía un imaginario de temor supino a la Compañía, que en cada presentación judicial Sosa intentaba destacar. Los temores no eran infundados. Segura sufrió infinidad de persecuciones, inconvenientes y traslados. Los traslados, como los destierros, eran armas que utilizaban los gobernadores para eliminar a sus enemigos políticos. La magistratura y la importancia de ostentar un oficio publico le permitieron a Díaz reaccionar frente a las contingencias que podían quebrar la posibilidad misma de efectuar negocios.

 

LA RESOLUCION

En junio de 1755, Sosa y Adaro se presentan en la Audiencia de Charcas y obtienen una resolución favorable. La Audiencia resolvió transferir haciendas y frutos desde la entrega a las herederas. La Audiencia tenía como una de sus funciones denunciar cualquier norma legal, de carácter procesal y muy relevante para la causa pública que fuera violada, desconocida o mal aplicada durante juicio. La justicia podía también ser ciega.

Sosa y Adaro llevaron el juicio a la única instancia donde podía tener alguna posibilidad de vencer. No lo hace sólo por cuestiones de orden legal, sino también porque pensó que la extensión geográfica del tejido de relaciones de los jesuitas catamarqueños no llegaba a Charcas.

Cuando la provisión llegó a Catamarca, el padre superior Lizoaín elaboró una respuesta contundente. El tono de la presentación no dejaba lugar a dudas. Era el de alguien que sabía que la ‘justicia’ estaba de su lado. Al propio justicia mayor Salas se lo prevenía: "sería usted reo y responsable con sus mismos bienes a los perjuicios que esta residencia experimentara por la ejecución de la provisión real".

Aunque las disposiciones de la audiencia tenían igual fuerza de obligación que las del rey, el justicia mayor retrocedió. Como sucediera en cada una de las instancias judiciales, optó por los beneficios de no enfrentarse con la compañía, aún cuando eran contradictorios con las órdenes de sus superiores. La ejecución de la provisión, obviamente, quedaba en suspenso. La propia Audiencia lo ratificaría.

Todo continuaba como otrora. Nuevos testigos se presentaban en Catamarca a favor de la Compañía. Sin embargo, en agosto de 1759, la causa dio un vuelco definitivo: el tutor de las Agüero propuso a la residencia una transacción por la que renunciaba a todo potencial usufructo de la hacienda para sus pupilas. Sosa presentó ante el juez información para que éste califique la conveniencia que resultaba de la transacción a las menores. Cinco testigos declaran que el mal estado de la hacienda le produciría muchos costos a las menores. Tras una pequeña evaluación, el juez daba por terminada la causa.

Donde la ley no emergía claramente como el elemento impersonal regulador del orden social en conjunto, los conflictos tendían a resolverse a través de fórmulas contractuales en las que los actores resolvían puntualmente cuestiones singulares. La transacción no sólo le daba a los Padres la disponibilidad libre y eterna de Alpatauca, lo hacía también manteniendo el objetivo de su relación con los laicos: la armonía.

Quizás Sosa se viera obligado a negociar porque Adaro estaba bajo proceso por parte del virrey, pero más bien parecen otros los motivos. En 1774, Juan Ricardo de Sosa, declaraba que después de haber hecho la transacción, el gobernador de la provincia "le honro con los primeros oficios de esta ciudad."

La coalición Díaz-jesuitas controlaba los resortes de poder y la función pública que les permitió aplicar una política de premios y castigos para con Sosa. Sus métodos tenían poco que envidiarle a los actuales. A Sosa le brindaron testigos y cargos. En una palabra, lo cooptaron.

Sosa tuvo capacidad de decisión y pudo liberarse de los compromisos de su facción porque "conservaba un margen de acción variable, que dependía de la importancia de sus propios recursos, medidas en relaciones personales movilizables; o sea, un margen de acción que dependía de la cambiante posición del individuo en la red".

Las menores, en tanto, quedaron con un corto retazo de tierra sin ganados. Acaecida la expulsión de los padres en 1767, intentaron impugnar la transacción, pidiendo se le mandaran entregar las haciendas donadas. En 1785, por fin triunfarían. Recibiría cada una, una octava parte de Alpatauca. Lo disfrutarían sus respectivos hijos. Diez años antes, las huérfanas Agüero habían fallecido.

 

ALGUNAS CONSIDERACIONES

El conflicto por Alpatauca demuestra la total dinámica de las redes de relaciones en la sociedad, aún para un grupo organizado como el jesuita. Las redes se podían heredar, pero también había que cuidarlas y se las podía perder.

La resolución del conflicto favorable a la residencia parecería sugerir que sus victorias son a lo Pirro. Cuanto más triunfaba la Compañía más se enriquecía y alejaba del resto de la población -en varios casos, de sus propios donantes. Cada vez provocaba mayor desconfianza y su prestigio aparecía más socavado. La opinión pública le era cada vez más adversa.

Tal vez sea una de las claves para explicar la actitud de la población catamarqueña, y nos animamos a decir rioplatense, que cuando el estado tome la medida de la expulsión, la aceptarán pasivamente.

El rumor contrario a la orden necesitaba un cierto consenso para que la información se difundiera: los jesuitas estaban sospechados. Si ese sentimiento no se reflejó en el ámbito judicial era justamente porque eran temidos. Su debilidad y su fortaleza tenían el mismo origen. żLa aceptación de la Compañía en Catamarca era tan superficial como la del propio probabilismo de que se los acusaba?

La opinión publica todavía no podía trasladarse al ámbito judicial. Su potencial todavía no podía reflejarse en forma efectiva. Un siglo mas tarde, desde otras instancias de poder se evidenciaría que aquello que a los jesuitas les resultaba tan difícil de enfrentar podía ser tan controlable como los propios vínculos personales. Tal vez por ser una región relativamente pobre y nueva, Catamarca presentaba características particulares. Pero casi dos siglos más tarde, en ese mismo lugar, la opinión pública llegaría a derrocar a otro poder cuyas bases remitían al pasado.